ANDREAS MEYER: LA ENÉSIMA DIGRESIÓN.
Afirmaba Fernando Zóbel que “No se puede hacer todo. Hay que escoger. O se canta o se grita”[1]. Andreas Meyer (Zurich, 1944) ha recorrido en los últimos años la distancia que separa ambos extremos: si bien todavía en 1999, en la exposición celebrada el Antiguo Convento de las Carmelitas, su pintura podía percibirse como el resultado de ejercicios gestuales resueltos en fuertes tensiones de trazo y color, en las composiciones que ahora presenta en la Galería Jamete se advierte cómo la huella colérica se ha venido atenuando, introduciendo a menudo una idea paisajística que subraya la mesura de los tonos y una cierta impresión de reposo.
Formado inicialmente en la escuela de Gestaltung, de Zurich, el momento verdaderamente crucial de su trayectoria tuvo lugar al encontrarse con la obra del pintor Karl Jakob Wegmann (Halsen, Glarus, 1928 – Zurich, 1997), en una de las escasas exposiciones que realizó a lo largo de su vida. Desde entonces asumió las posibilidades de la abstracción como lenguaje, quedando como constante a lo largo de todos estos años su honda preocupación por la pintura como fenómeno comunicativo.
En cierto modo, el título bajo el cual se agrupan las obras que forman su actual exposición, hacen alusión a tal preocupación. Entendiendo el ejercicio pictórico como una forma de discurso, “la enésima digresión” puede interpretarse como una referencia al modo por el cual la línea vertebral del mismo puede quedar quebrada en ocasiones por diferentes argumentos que se escapan de su distancia, que alteran su dirección, y que, en principio, tienden a dispersar la unidad que pudiera predicarse del “ir y venir” pictórico coherente. Sería posible hablar, por tanto, de la alteración de tal discurso como sistema, o bien, de la digresión como forma de discurso: el alejamiento de ese discurrir como forma de enunciar la pintura.
Tomando como contexto el que forman las anteriores conjeturas, cobran sentido las palabras de Marleau-Ponty que Andreas propone, de alguna manera, como si se tratara de un primer indicio a partir de la cual pudieran irse desentrañando los propósitos de su exposición:
Ninguna obra pictórica se acaba completamente. Cada creación puede cambiar, alternar, aclarar, ahondar, confirmar, exaltar, recrear, crear y aventajar a todas las demás. Tanto a la pintura como a la obra maestra no les importa la unidad entre forma y contenido, ya que ambos están en perpetuo estado de disponibilidad e incertidumbre.
El inacabamiento de la obra artística ha sido un tema de reflexión tradicional e incluso recurrente hasta el punto de que la pregunta pasó en algunas ocasiones de cómo acabar a cómo no hacerlo. Resulta obvio que a cualquier obra de las que pudieran tenerse por finitas se le podrían añadir indefinidamente pinceladas, rasgaduras, tachones, superposiciones, etc., sin estar por ello en menor “estado de disponibilidad e incertidumbre” que antes. Hasta cierto punto, el concepto de digresión podría implicar una lucha librada por el autor contra su lógica, un intento por lograr la determinación, por reconducir el discurrir hasta un cauce que, al fin y al cabo, como los esfuerzos de Sísifo, revela de forma perpetua un propósito vano.
En cierto modo, las pinturas de Andreas Meyer vienen también a recordar la tesis que Robert Rosenblum expuso en su conocido ensayo “La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico”, en el que planteaba la relación de continuidad del paisajismo romántico en las obras de Clifford Still, Mark Rothko, Barnett Newman y Jackson Pollock, a través de la permanencia de la categoría estética de lo sublime, forjada por Burke, Kant y otros ilustrados y heredada por los románticos, y que nuestro autor redefinía como “el movimiento asimétrico y la belleza que vigila las simetrías, exenta de vergüenzas a la hora de dejarse contemplar”[2]. Quizás, esta idea pone de relieve una posibilidad de trazar vínculos, aún más amplia que la propuesta por Rosenblum. Sugirió Antonio Saura que “cada obra del pasado y del presente puede (…) convertirse en foco irradiante de nuevas prolongaciones”[3]. El autor aragonés comprendía la Historia del Arte de un modo a-histórico, restando la relevancia que tradicionalmente le es concedida a la cronología como elemento fundamental para el análisis y centrando la atención en la nervadura constituida los “vasos comunicantes” que llevan, por ejemplo, de las manifestaciones artísticas de los, todavía en sus años, llamados “primitivos” a los que se pretendieron “nuevos primitivos”, o sin ir más lejos, del Cristo de Velázquez a sus propias crucifixiones, con el acento en ese rasgo distintivo que Saura nombraba como “intensidad”. De este modo, la pintura o el arte en general, como lenguaje, podría poseer al menos dos dimensiones comunicativas (sin que ello conlleve una equivalencia en palabras): la más obvia relativa a su significatividad o referencia más o menos inmediata (que en resumen se reduce a los elementos compositivos), y otra que vendría a hundirse en un plano histórico.
En esta segunda posibilidad se abre la posibilidad del diálogo: un ejemplo evidente es el que conduce del “Menipo” de Velázquez al que Andreas incluye en su exposición, y que trae, de nuevo, a la memoria al eminente conversador con la pintura que fue Fernando Zóbel: “Los Diálogos –explicaba el de Manila – están planteados para hablar del arte con el arte, pero con los pinceles en la mano”[4]. En otras ocasiones el diálogo no se produce de forma directa, o ni siquiera se produce diálogo sin que por ello una pintura pierda su alusividad histórica. Así, alguna de las composiciones de mayor formato que se incluyen en “la Enésima Digresión” fueron, medio en broma medio en serio, definidas por el autor como “grequianos”, en referencia a ciertas similitudes con las composiciones del Greco: el sentido ascensional y una correspondencia de tonos anaranjados, verdes, amarillos lleva, efectivamente, a que tal comparación resulte lícita sin que haya mediado una voluntad consciente de interpretación de las obras del cretense por parte del suizo. De este modo el diálogo se construye atravesando épocas en el arte, como una arquitectura que los sustenta y propicia su desarrollo.
A primera vista, podría parecer que estas ideas chocan de algún modo con quienes sostienen que es la originalidad el valor primordial que debe ser evaluado en la obra de cada artista. Algunos teóricos del futurismo, por ejemplo, condenaron la tradición y celebraban cualquier intento de innovar como un mérito en sí mismo. Tal creencia se ha confundido entre las que forman el ideario colectivo de la actual modernidad, constituyéndose la ruptura como elemento sustancial del arte. Quizás por ello pueda llegar a resultar extraña la aparente longevidad de determinadas tendencias expresivas (la abstracción, sin ir más lejos). El problema radica en una equívoca interpretación tanto del término novedad como en la idea de tradición, dado que dentro de los márgenes de la expresividad difícilmente puede resultar completa una verdadera ruptura. Frecuentemente, los esfuerzos innovadores cuya única vocación era, precisamente, la novedad, han quedado reducidos a mera anécdota. Otras veces se han planteado como demostraciones de determinadas convicciones con un sentido limitado, agotado en la mera realización, y en ocasiones se convierten en referencia para el devenir histórico del arte. Por otra parte, la tradición, al fin y al cabo, no ha de suponer ningún límite para el desarrollo de la creatividad, sino que más bien se construye a través del mismo, siendo una condición inherente a tal práctica. De hecho, el artista, por serlo, participa ya de una tradición remota. Esto no significa, en absoluto, que todas las posibilidades comunicativas se encuentren ya definidas formalmente o que, en otras palabras, el arte ya haya dicho todo lo que tenía que decir. En realidad las posibilidades siguen siendo infinitas, y cada paso sincero y convencido en este sentido supone una prolongación de lo humano. En su ensayo “Conócete a ti mismo”, Emilio Lledó exponía una noción que podría ayudar a clarificar esta idea:
Cada lenguaje que no está inmediatamente condicionado por una referencia a lo real, y que no agota su significatividad en la verificabilidad concreta de ese acto de referencia, crea un espacio nuevo, un territorio en el que su verdad es la verdad del universo lingüístico creado, del mundo que levantan las palabras más allá del cerrado ámbito de sus fugaces referencias. Este espacio es, precisamente el espacio de lo cultural, el territorio de lo humano[5].
La opción a la que Andreas Meyer ha entregado su ejercicio durante una dilatada trayectoria en el arte se aproxima al hondo sentido que los expresionistas atribuyeron a su tarea. No se trata, en absoluto, de un asunto que pueda tomarse a broma. La acción pictórica parte de presupuestos teóricos, que se resuelven en la obra como en un campo de pruebas donde se confirman determinados aspectos. El cuadro, al igual que lo planteaba Antonio Saura, esto es, como un “Campo de Batalla”, es el resultado de un esfuerzo por mantener su sentido, por corregir su vitalidad interna que lleva de una forma natural a la digresión, hasta lograr el equilibrio compositivo con el cual la mano se detiene sin que ello signifique, finalmente, que se haya evitado el “perpetuo estado de disponibilidad e incertidumbre” que caracteriza a toda creación.
Eduardo Higueras Castañeda.
[1] Zóbel, Fernando; en Hernández, Mario, “Fernando Zóbel: el Misterio de lo Transparente”. Ediciones Rayuela, Madrid, 1977.
[2] Meyer, Andreas, en “Andreas Meyer”, Diputación de Cuenca, Mayo, 1999.
[3] Saura, Antonio, en “El Museo Imaginado de Antonio Saura”, en “Transiciones, La Construcción de la Gráfica”.
[4] Zóbel, Fernando. Ob. cit.
[5] Lledó, Emilio. “Conócete a ti mismo”, en “Elogio de la Infelicidad”. Cuatro, 2005.